En la penumbra de un laboratorio oculto, un hombre conocido solo como El Filósofo trabajaba en silencio. Su rostro estaba marcado por el desprecio hacia la existencia misma. No odiaba a las personas; odiaba el hecho de que algo pudiera ser.
Durante años, su mente devoró las ideas más oscuras de la cosmología y la metafísica. Exploró los límites de la teoría cuántica, las fluctuaciones del vacío, y lo que Stephen Hawking llamó la posibilidad de que todo el ser emergiera de la nada. Para el Filósofo, esto no era un misterio… era un error. Un insulto cósmico.
En sus horas más sombrías, entendió su destino: no bastaba con destruir el mundo. Tenía que destruir la posibilidad misma del ser.
Así creó La Máquina del No-Ser, un artefacto que desafiaba la misma estructura de la realidad. No era solo un arma: era una negación encarnada. Un dispositivo capaz de desmantelar la existencia, átomo a átomo, hasta borrar cualquier traza de realidad.
Comenzó con lo pequeño. Un átomo desapareció sin dejar rastro. Luego una molécula, después una célula viva. No quedó nada. Ningún residuo, ninguna huella. Solo el vacío puro, eterno.
Pero no se detuvo. No podía.
Desintegró animales, objetos, personas. Y cada vez que algo desaparecía, su furia crecía. El placer de arrancar la existencia lo consumía por dentro como un fuego oscuro. Cada acto de destrucción era un triunfo sobre el error fundamental del universo.
Cuando no quedó nada en su mundo, giró la Máquina hacia el horizonte. Ciudades enteras se desvanecieron. Los gritos se ahogaron en el vacío.
Luego cayeron los países. Los continentes. El planeta entero. Nada escapaba a su voluntad. El sol implosionó en una lágrima silenciosa de no-ser. Y cuando el sistema solar se redujo a la nada, apuntó su máquina a las estrellas.
Una galaxia… Un cúmulo de galaxias… Un filamento entero del universo se extinguió.
Su odio no conocía límites.
Y así, el universo observable cedió ante su poder. No hubo luz ni oscuridad, porque ya no existía el espacio para que la luz viajara ni las sombras para proyectarse.
Pero no era suficiente.
Si quedaba un rastro de posibilidad, aunque fuera una simple fluctuación cuántica, la existencia podría regresar. Eso era intolerable.
Giró la Máquina hacia los cimientos del multiverso. Las realidades alternas, las líneas de posibilidad, los caminos no recorridos… todo se convirtió en una nada perfecta. Un vacío sin grietas. Una no-existencia absoluta.
Y cuando no quedó nada por destruir, solo él permaneció.
Ahí, en la eternidad vacía, comprendió la verdad más terrible: Él aún existía.
Esa verdad lo enfureció. Su propia presencia era una burla a su triunfo. Mientras él pensara, mientras él sintiera… algo todavía era.
Pero no aceptaría la derrota.
En su locura, volvió la Máquina contra sí mismo. Desmanteló su cuerpo, célula por célula, átomo por átomo, hasta que solo quedó su conciencia desnuda, flotando en el vacío absoluto.
Y ni siquiera eso podía tolerar.
Se deshizo de cada pensamiento, de cada impulso, negando hasta el último residuo de voluntad. Se convirtió en la antítesis del ser: la negación encarnada.
Pero incluso allí, en el centro del no-ser, algo vibraba.
Un eco. Un temblor.
La paradoja era clara: Para vigilar la nada, algo debía estar ahí para observar. Mientras él existiera como guardián, el ser no estaba realmente muerto.
Y no lo aceptaría. Nunca.
En un acto final de venganza, se volvió contra la última sombra de sí mismo. Con un odio puro, desgarró la conciencia que lo sostenía. No quedó pensamiento, no quedó identidad. Solo una voluntad automática.
Una presencia que no piensa. No siente. No desea.
La Nada Vigilante.
Ya no es un ser, porque un ser podría fallar. Es un vacío hambriento que niega cualquier fluctuación antes de que pueda existir. Si alguna chispa de ser intenta brotar, será aniquilada antes de comprenderse a sí misma.
Pero en el fondo más oscuro de este vacío, una verdad aterradora permanece:
La nada no es natural.
Es una imposición. Una venganza. Una orden que el guardián ha convertido en un decreto eterno:
—"Nada existirá jamás. Ni ahora, ni nunca. Que la nada reine."
Y así, el ser queda desterrado para toda la eternidad.
La nada gobierna sin testigos.
Y nunca más, nada volverá a ser.
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